Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. 1 Pedro 4:12, 13.
Dios no envía la prueba a sus hijos sin un propósito. Nunca los conduce de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen ver el fin desde el principio y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores con él. Los somete a la disciplina para humillarlos, para llevarlos, a través de la prueba y la aflicción, a ver su fragilidad y acercarse a él...
Los cristianos son joyas de Cristo. Existen para resplandecer brillantemente por él, prodigando la luz de su belleza. Su esplendor depende del pulimiento que reciben. Pueden elegir ser bruñidos o permanecer sin serlo. Pero todo aquel que es declarado digno de un lugar en el templo del Señor tiene que someterse al proceso refinador. Sin el pulimiento que el Señor da, no pueden reflejar más luz que la de un guijarro común. Cristo le dice al hombre: ... Eres solamente una piedra tosca, pero si te colocas en mis manos, te puliré y el brillo con que resplandecerás traerá honor a mi nombre... En el día de mi coronación, serás una joya en mi corona de júbilo.
El Obrero divino gasta poco tiempo en material inútil. Únicamente pule las joyas preciosas, según la semejanza de un palacio, labrando con ahínco todos los cantos ásperos. Este proceso es severo y penoso; hiere el orgullo humano. Cristo corta profundamente en la experiencia que el hombre en su suficiencia propia ha considerado como completa, y elimina el ensoberbecimiento del carácter. Desbasta con empeño la superficie sobrante, y poniendo la piedra en la rueda pulidora, la aprieta estrechamente para que toda aspereza pueda ser consumida. Entonces, llevando la joya hasta la luz, el Maestro ve en ella un reflejo de sí mismo y la declara digna de [ocupar] un lugar en su cofre.—The Review and Herald, 7 de marzo de 1912.
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